Durante décadas nuestra sociedad ha relacionado la persona inteligente con la que consigue mejores puntuaciones en los test de inteligencia. El cociente intelectual (CI) se ha convertido en el referente para decidir si una persona cumplía con los criterios para ser considerada inteligente o no. Este argumento se sustenta durante la infancia y la adolescencia por la relación positiva que existe entre el CI de los alumnos y su rendimiento académico, puesto que los alumnos con puntuaciones más elevadas en los test de inteligencia suelen conseguir mejores notas en el colegio.

Recientemente estas afirmaciones han sido cuestionadas, ya que se ha comprobado que la inteligencia académica no es suficiente para alcanzar el éxito profesional. No siempre los niños que más destacan en el aula, con las mejores notas, son los que al dejar la escuela consigue el mismo éxito a nivel laboral o social. Sino que las personas con mayor éxito son aquellas que consiguen conocer y gestionar sus propias emociones y las de los demás. Es a partir de este punto en el que se empieza hablar de la Inteligencia Emocional (IE).

Las investigaciones sobre IE han demostrado de forma reiterada que las personas más inteligentes emocionalmente presentan mejor salud física y psicológica, mejores relaciones sociales, más estados emocionales positivos, una aptitud más positiva hacia la escuela, el trabajo o la vida en general y un mayor bienestar. En este sentido, la IE actuaría como factor protector en diferentes áreas de nuestra vida cotidiana como:  la salud mental, el consumo de sustancias adictivas o el rendimiento académico en los adolescentes. Se tiende a destacar que los estudiantes con menos IE tienen mayor probabilidad de desarrollar y mantener conductas desajustadas dentro y fuera del contexto escolar.

Pero, ¿Qué es la inteligencia emocional? La IE se define como la habilidad para percibir, comprender, asimilar y regular las emociones propias y las de los demás.

Desde el modelo de habilidad de Mayer y Salovey (1997), la Inteligencia Emocional implica cuatro grandes componentes:

  • Percepción y expresión emocional: reconocer de forma consciente nuestras emociones e identificar que síntomas y ser capaces de darle una etiqueta verbal.
  • Facilitación emocional: capacidad para generar sentimientos que faciliten el pensamiento.
  • Comprensión emocional: integrar lo que sentimos dentro de nuestro pensamiento y saber considerar la complejidad de los cambios emocionales.
  • Regulación emocional: dirigir y manejar las emociones tanto positivas como negativas con eficacia.

La IE aparece como una destreza que ayudará tanto a adolescentes como adultos a guiar sus pensamientos y a reflexionar sobre sus emociones ayudándoles a mejorar sus niveles de bienestar.

En conclusión, las emociones se pueden enseñar y aprender mediante estrategias emocionales que nos ayudan a saber gestionarnos mejor frente a cualquier situación que se nos presente y obtener mejores resultados en ellas. Todos los días nos vemos obligados a intercambiar emociones, a comunicarnos emocionalmente con nosotros mismos y con las personas que nos rodean, o experimentamos diversas emociones como la alegría, la ira, la frustración o la sorpresa, de ahí, la importancia de saber gestionarlas adecuadamente. Lo esencial es ejercitar y practicar las diferentes capacidades emocionales comentadas anteriormente y convertirlas en una parte más del repertorio emocional del que disponemos todas las personas, con la finalidad de conseguir ese crecimiento personal y ajuste emocional del que hablamos y que este se traduzca en éxitos en todos los niveles de nuestra vida.

 

 

Referencia:

Fernandez-Berrocal, P y Extremera, N. (2009). “La Inteligencia Emocional y el estudio de la Felicidad”. En Revista Interuniversitaria de Formación de Profesorado, 66 (23, 3), 85-108

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